Un rastro de sirena es la cuarta entrega del detective Ricardo Blanco. Comienza con Jonás, un muchacho que está reparando una tabla de su barca en la playa de La Laja, cuando llama su atención la cantidad de gaviotas que llegan para lanzarse sobre un bulto que el mar ha empujado a la orilla y el mal olor que desprende. «Por entre un ramal de algas de un aspecto cetrino y repulsivo descollaba un cuerpo de mujer. Supo que era de mujer por la mano izquierda lo único que se mantenía más o menos intacto de aquella masa tan desollada: era una mano delicada, con dedos finos y uñas largas». Él bautizará a la mujer como «sirena», ya que tiene seccionado el cuerpo de la cadera para abajo.

El inspector de policía Álvarez solicita a su amigo, Ricardo Blanco, recuperado de su caso anterior, Muerte de un violinista, que le ayude a averiguar quién es esa mujer, ya que la cadena de oro que la víctima llevaba al cuello «vale más de cuatro mil euros» y «con la prensa hurgando en la basura de la comisaría, ni él ni sus hombres podrían moverse con agilidad y, encima, podía irse toda la investigación al traste por culpa de una indiscreción o una pista sacada de contexto». El forense, Santa Ana, le informa que a «la sirena la mataron de un golpe traicionero, luego la cortaron en dos y al final la arrojaron al mar». Además, por los rasgos físicos podía suponerse que era extranjera y un detalla importante tenía un tatuaje, «se trataba de los primeros trazos de una rosa, dos o tres pétalos y un amago de tallo verde que, sin duda, continuaban hasta la nalga izquierda».

Siguiendo el consejo de su abuelo, Ricardo Blanco comenzará a buscar una máquina que fuera capaz de seccionar el cuerpo entre las obras públicas que se están haciendo para ensanchar la autovía, sin éxito. La otra pista le llevará a buscar qué tatuador podía haber hecho ese diseño. Sin embargo, a partir de ese momento, el asesino o la organización se adelantarán a las acciones del detective y el inspector e irán borrando las pruebas que pudieran incriminarles. No tardará en darse cuenta de que «o yo me había perdido en la maraña de aquel caso o detrás del crimen andaba una red mafiosa: mansiones agazapadas, coches blindados, restaurantes lujosos, chicas despampanantes. Dinero que quemaba en las manos». Para rematar, en un seguimiento que Ricardo Blanco realiza presenciará una balacera y salvará la vida de una de las acompañantes, Anna Marie, del mafioso objetivo del atentado. Huyen, pero deberá encontrar un lugar seguro (no puede ir a su casa, que la tendrán controlada, ni recurrir a la policía) aunque ella le diga «en un español áspero como el de quien muerde cristales, no hay lugar seguro en el mundo para mí; si ellos quieren encontrarme, me encontrarán. Y yo, fingiendo una seguridad que se me estaba empezando a tambalear luego de escuchar tamaña sentencia, no lo harán, ni si quiera ellos pueden rastrear una isla entera». Acabarán en casa de Inés, la secretaria del detective y a la que conoceremos mejor en esta novela.

Ricardo Blanco deberá mantener a Anna Marie a salvo, al mismo tiempo que localiza al asesino de la sirena y conoce en profundidad el funcionamiento de las mafias de la prostitución, así como las guerras soterradas en las que están inmersas. Para complicarlo aún más, sabrá que hay un policía corrupto que les pasa información a los mafiosos.

Al igual que en las anteriores entregas, la relación con los periodistas continúa siendo igual de conflictiva: «según Álvarez, había una diferencia: nosotros queríamos cerrar el caso pronto para marcharnos a casa; ellos, alargarlo como un chicle, para vender periódicos. No podíamos culparlos. Vivían de eso. Y desde el asunto de los niños desaparecidos el año anterior no tenían una noticia tan jugosa». Tampoco nos faltan las referencias la cine con Ava Gadner, Peter Sellers o clásicos en blanco y negro, o el humor con localismos que le dan un toque diferente al discurso del protagonista «la única divorciada era Margarita Esponda, una mujer de bandera a quien el pollabobas de su marido había abandonado por una colombiana que conoció en Internet, perra modernidad» y siempre un baño de realidad contra la imagen edulcorada del detective: «Eso es en las películas. Que Dzurinda no confundiera el culo con las témporas. El ex policía cínico con un revólver en el costillar. El renegado bebedor. El audaz investigador que jamás tiene miedo, siempre dispuesto a abofetear a una chica para acallar su llanto. Ése es Bogart, amigo mío. Bogart fingiendo ser Sam Spade. Yo soy detective como podía haber sido vendedor de corbatas o abogado». Al fin y al cabo, Ricardo Blanco es un detective de la calle, un ser humano enfrentado al mal y frágil, quizá sea precisamente esto su mayor encanto, sin olvidarnos de la figura entrañable del abuelo con sus conversaciones y sus lecciones de vida.

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