El hombre sonriente es la cuarta entrega de Wallander. El título no hace referencia a nuestro inspector de la brigada criminal de la policía de Ystad, ya que se encuentra atravesando una depresión. En la anterior entrega, La leona blanca, Wallander había matado a un asesino en defensa propia. Este hecho le hará sentir culpable y perder el sentido a su vida. «Una creciente sensación de impotencia se había adueñado de su vida hasta el extremo de gobernar sus actos». Se irá de viaje al Caribe para bañarse un día borracho y acabar tres días con una prostituta «en un tugurio apestoso, entre unas sábanas sucias que olían a moho y cucarachas que pateaban arrastrando las antenas sobre su rostro sudoroso». Repetirá experiencia en Tailandia donde «se había abandonado a su baja autoestima, cayendo en los brazos de una serie de prostitutas, cada una más joven que la anterior. Esto le procuró un invierno de pesadilla, que vivió en el pánico continuo ante la posibilidad de haber contraído la mortífera enfermedad».

La hija de Wallander, Linda, vuelve de Italia y convive con su padre un par de semanas en las que ayuda al inspector a hablar y poner un freno en su consumo del alcohol. Cuando Linda se marcha, Wallander se aloja en una pensión barata en Skagen. Allí y tras largos paseos por la playa desierta, decidirá dejar la policía al tiempo que recibe la visita del abogado Sten Torstensson, un viejo conocido de Wallander, pues fue quien le representó en su divorcio con Mona. Le pide que investigue la muerte de su padre en un supuesto accidente de tráfico. El caso ha sido cerrado como suicidio, pero él no se cree esa versión. Wallander le confiesa que no puede ayudarle, en cuanto vuelva a la comisaría presentará su dimisión. Una semana después, Wallander leerá en el periódico que el abogado ha sido asesinado. Este hecho le hará cambiar de idea y ponerse al frente de la investigación.

En El hombre sonriente desde las primeras páginas sabremos que el padre del abogado Sten Torstensson que conduce de noche en la niebla, el 11 de octubre de 1993, teme por su vida: «Acabo de tomar conciencia de que, en realidad, me he dado a la fuga; estoy huyendo de lo que he descubierto que se esconde tras los muros del castillo de Farnholm. Además, sé que ellos saben que yo sé. Pero ¿cuánto sé yo? ¿Tal vez lo suficiente como para que les inquiete que rompa el juramento de silencio profesional?» Recordará cómo el «hombre bronceado» había contratado los servicios de su bufete con unas transacciones que «habían sido tan legales como complejas y poco claras» y que en un año había duplicado sus ingresos. El abogado tardaría casi dos años en darse cuenta de que algo no cuadraba en una exportación a Polonia y la antigua Checoslovaquia. Sin embargo, no hizo partícipe de su descubrimiento a nadie, ni a su hijo que era socio en el bufete.

El cambio de decisión de Wallander es recibida con alegría por su jefe y aparentemente por sus compañeros. El grupo hay un nuevo miembro: Ann-Britt Höglund, una policía con mención especial en la Escuela Superior de Policía y a la que no todos tratan bien por ver en ella una amenaza. Wallander trabajará codo con codo con ella. Un personaje con una motivación curiosa: iba a convertirse en sacerdote hasta que le ocurrió algo que le hizo decidirse a ser policía.

La investigación avanzará penosamente. «He aquí un momento del trabajo policial que siempre queda censurado en las películas», se dijo, «Y, a pesar de todo, estos instantes de silencio, en los que todos son víctimas del cansancio que se manifiesta a veces incluso en cierta hostilidad recíproca, suelen ser el escenario en el que se saca adelante el trabajo. Como si tuviéramos que contarnos unos a otros que no sabemos nada, para así obligarnos a seguir buscando». Y habrá más intentos de asesinato, entre ellos el de la señora Duner, que trabajaba en el bufete.

En el plano personal, el padre de Wallander se ha casado «recientemente con una mujer treinta años más joven que él y que había sido su asistente social» y continúa pintando «ese eterno motivo suyo del paisaje otoñal, con o sin urogallo al fondo». Wallander continúa enamorado y carteándose con Baipa, la letona que conoció en Los perros de Riga y aparecerán personajes que ayudarán a recabar pruebas y testimonios que aparecieron en Los asesinos sin rostro. Wallander se dará cuenta de que ha sustituido a Rydberg, el que fuera como el mentor del grupo en la primera entrega, como voz de la experiencia.

Mankell continúa criticando y denunciando lo que ocurre en Suecia y fuera de sus fronteras a través de Wallander:

«Mis opiniones son las de cualquier otro ciudadano. Sin embargo, en el trabajo diario, incluso en una ciudad tan pequeña y, en cierto modo, insignificante como la de Ystad, se percibía la diferencia. Los delitos aumentaban en número y cambiaban de naturaleza, se volvían más brutales y complejos. Y empezamos a encontrar delincuentes entre personas que, hasta entonces, habían sido ciudadanos impecables. Lo que no sé decirte es el porqué de toda esa transformación». También descubre las trampas de la sociedad que juega con las estadísticas para ocultar la realidad, el tráfico de órganos en el tercer mundo….

Las pesquisas del grupo de Wallander y el fiscal apuntarán al castillo de Farnholm, donde se aloja el empresario y filántropo Alfred Harderberg, él es El hombre sonriente.

Como curiosidad, los padres de la novela nórdica, también en su cuarta entrega tienen el título El policía que ríe, donde también hace bueno el dicho de Balzac «Detrás de toda gran fortuna hay un crimen escondido».

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