En El beso de la sirena negra Jesús Ferrero nos hace su propuesta en la primera página, la protagonista, Ágata Blanc, nos confiesa que «Comprendo la acción fatal (Eva mordiendo la manzana) que da origen a la humanidad, porque nada me arrastra tanto como la curiosidad por conocer la zona oculta de las conciencias y el denso tejido de tinieblas que fluye por debajo de la conducta humana». Ágata es una detective privado que, nada más llegar de París, es contratada por Lucía Valmorant, una rica mujer asentada en San Lorenzo del Escorial, para que averigüe dónde se encuentra su hija, Alize. Ésta dejó su trabajo en el hospital de El Escorial y «hace tres meses que cerró su casa de Parquelagos y nadie la ha vuelto a ver». La única comunicación que ha recibido de su hija es «un mensaje a modo de telegrama» en el que le decía que «había decidido cambiar de piel y que se iba de Madrid, si bien no me decía adónde ni por qué».
Los padres de Alize se caracterizan por la importancia que le dan a lo nobiliario y aristocrático. Así, para Lucía Valmorant, Alize «continuó el descenso hacia la plebeyez total estudiando medicina y asumiendo una vida al estilo de la clase media». Se divorció de su marido hace diez años, «un imbécil y un advenedizo, a pesar de su apellido», Adriano Urbach, un empresario de éxito. Por su parte, éste que «habla con desprecio de la nobleza y le gusta presentarse como un hijo de su propio sudor, ha comprado cuatro títulos nobiliarios y presume de ser, legalmente, más noble que su exmujer».
Ágata comenzará a indagar en su lugar de trabajo, el hospital de El Escorial y se colará en su casa de Parquelagos, donde tendrá un encuentro fortuito con un hombre que le dará pistas de donde se puede encontrar Alize: París. Ágata antes de irse, se acercará a ver «el imperio del padre de Alize». Se sorprenderá «ante un edificio de hierro, cristal y ladrillo, separado de la autopista por un frondoso jardín» y le asaltará la sospecha de si su padre puede estar también implicado en la desaparición de su hija.
En la capital francesa, Ágata localizará a Alize, pero no se detendrá ahí. Hará caso omiso de las instrucciones de Lucía Valmorant, que la había contratado solo para averiguar el paradero de su hija, y comenzará a seguir a Alize por la ciudad.
Ágata nos irá construyendo en la distancia un retrato físico y psicológico de Alize. Un personaje que la fascinará y que la atraerá como un agujero negro o, retomando el mito que Jesús Ferrero hacía mención al principio, se irá convirtiendo en la manzana prohibida que Ágata tendrá que morder o rechazar con las consecuencias que se deriven de ello.
El beso de la sirena negra está narrada en pasado, en primera persona, con una prosa elegante donde predomina la descripción sobre el diálogo. La narradora no teme mostrar sus contradicciones o aclarar sus incongruencias por lo sentido o pensado, como una persona de carne y hueso: «No niego que tal aseveración era entonces muy arriesgada, y no en vano apareció en mi mente sin ninguna justificación, pero es que no he dicho que al método cartesiano le solía añadir el delirio razonado y la intuición». Una obra en la que abundan las referencias literarias (Proust, Lewis Carroll, Shakespeare…) y me ha recordado momentos de otras lecturas, como El vestido de rojo de Robert Alexis o La mirada del observador de Marc Behm. El beso de la sirena negra es una delicia literaria, en la que Jesús Ferrero trata el deseo en clave de novela negra y pese a llevarnos más de una vez hasta el borde del precipicio o «al otro lado del espejo», no cae en el recurso fácil de lo escabroso o pornográfico.
Como curiosidad la banda sonora de la novela es la Sonata núm. 9 en la mayor, opus 47, también llamada la Kreutzer, «que siempre me había parecido una mezcla exquisita de melancolía y euforia, tristeza y alegría, en la que se entrelazaba una suerte de diálogo báquico y nocturno entre el piano y el violín».