Leí esta obra porque había vencido el “Premio Letras del Mediterráneo” a la mejor novela negra en 2018. Su autor, policía de profesión, cuenta una historia basada en hechos reales. Un inspector de policía de estupefacientes que “barre la droga” de las calles es acusado de un delito de narcotráfico. Aunque “cometer un delito, no te hace delincuente”, porque él se valía de cada soplo para detener a los malos e incautarse de la casi totalidad del cargamento. ¿Cuál fue su delito? La diferencia entre el casi y la totalidad que iba a parar a manos del confidente.
Saldrá de prisión preventiva después de “444 noches y dos entierros”, sin poder trabajar, con una espera de más de seis años para el juicio, ochocientos euros de paga y un trabajo: asaltar una guardería. Una guardería, en el argot policial, es una nave industrial, un almacén donde una banda deja la droga durante un fin de semana, unos pocos días antes de trasladarla.
Del protagonista sabemos el nombre, Abel, el apodo “Alfa” (no confundir con macho Alfa, sino con el alfabeto radiofónico: Alfa, Bravo, Charlie…) y su edad: la cincuentena. La acción transcurre en un polígono industrial en Castellón durante la Nochebuena. Como un lobo solitario merodea la nave industrial que asaltará. Durante esas horas de espera y vigilancia irá rememorando su vida en doce capítulos, doce asaltos porque para el narrador “la vida son golpes, y los golpes, golpes son”. En esos asaltos cortos, intensos con metáforas poéticas, sentencias existenciales… iremos conociendo quiénes eran los que estaban apoyándole en esas cuatro esquinas del ring, cómo fue su vida en la prisión de funcionarios (le daría para otra novela), las mujeres de su vida (su hija por encima de todas) y sus impresiones sobre el asalto a la guardería que empieza a parecer una operación suicida.